Para muchos adultos, los recuerdos del juego en la infancia permanecen vivos y significativos: juegos en el patio, historias inventadas, construcciones improvisadas con objetos simples. Son memorias que despiertan sonrisas, nostalgia y una sensación de libertad difícil de describir. Estas experiencias no ocurrieron por casualidad — sucedieron en contextos de afecto, creatividad y convivencia, moldeando la forma en que vemos el mundo y nos relacionamos con los demás.
Estas vivencias no son solo recuerdos afectivos. Representan formas profundas y auténticas de aprendizaje. Al jugar, desarrollamos habilidades cognitivas, motoras, emocionales y sociales. Aprendemos a negociar, a esperar nuestro turno, a resolver problemas y a imaginar nuevas posibilidades. Jugar es, por tanto, un ejercicio completo de humanidad, en el que la libertad, el descubrimiento y el cuidado del otro se entrelazan en experiencias que nos marcan para toda la vida.



Como educadores y líderes, necesitamos reconocer el valor del juego no solo en la infancia, sino también como una herramienta poderosa de formación humana a lo largo de toda la vida. En los entornos de aprendizaje y trabajo, jugar promueve la conexión, la creatividad, el bienestar e incluso la innovación. Valorar lo lúdico es invertir en relaciones más ligeras, productivas y humanas.
En este Día Internacional del Juego, te invitamos a reflexionar:
• ¿Qué lugar ocupa el juego en tu memoria?
• ¿Y qué lugar podría (o debería) ocupar en los espacios de aprendizaje y trabajo que construimos?
En un mundo cada vez más acelerado, con rutinas exigentes y presiones constantes, es fundamental rescatar el valor del juego — no como una forma de escapar de la realidad, sino como una manera de reconectarnos con nuestra esencia, con los demás y con la alegría de aprender y convivir.
Jugar es un derecho.
Jugar es esencial.
Jugar también es para adultos.