En muchos lugares del mundo, la infancia está marcada por el dolor y la privación. Niños y niñas que deberían vivir con seguridad y protección enfrentan cada día el hambre, la violencia, el abandono e incluso, en algunos casos, los horrores de la guerra. Crecen rodeados de miedo, carencias e inseguridad, muchas veces sin conocer lo que significa un abrazo acogedor o una palabra de ánimo.
El 2 de junio, Día de Oración por los Niños en Crisis, es una invitación a la sensibilidad. Un recordatorio de que no podemos cerrar los ojos ante tanto sufrimiento. Orar por estos niños y niñas no es solo un gesto religioso, es un acto de amor, empatía y entrega. La oración nos conecta con el dolor del otro y nos mueve hacia la compasión activa. Cuando doblamos nuestras rodillas, comenzamos a ver con más profundidad la urgencia de actuar.
En medio de este escenario, existen iniciativas que se han convertido en verdaderos refugios. El PEPE —Programa de Educación Preescolar— es una de esas respuestas de amor. Actuando en comunidades de alta vulnerabilidad social, el PEPE ofrece no solo apoyo educativo, sino también acogida, cuidado y presencia. Son lugares donde los niños y niñas encuentran lo que muchas veces se les ha negado: respeto, seguridad y afecto.



Con la misión de viabilizar el acceso a la educación y estimular el desarrollo integral —cuerpo, mente y corazón—, el PEPE actúa como un refugio en medio del caos. Sus unidades son espacios donde los niños y niñas pueden crecer con dignidad, recibir atención personalizada, jugar en paz y aprender sobre el amor de Jesús. Son comunidades de esperanza, construidas sobre valores como protección, educación de calidad, cuidado integral y fe.
Este trabajo solo es posible gracias a personas comprometidas con la transformación: educadores, voluntarios, líderes comunitarios y aliados que se dedican con seriedad y afecto. Ellos creen que educar con amor transforma. Y la transformación comienza con gestos simples pero profundos: escuchar, acoger, enseñar, proteger.
En este 2 de junio, nuestra oración es que cada niño en crisis encuentre un lugar seguro. Que sus lágrimas sean secadas, sus traumas tratados y sus sueños restaurados. Que el amor llegue antes que el dolor. Que la justicia se levante y que la infancia sea devuelta a quienes nunca pudieron vivirla de verdad. Y que, como Iglesia, como sociedad y como individuos, estemos dispuestos a ser parte de la respuesta.
Porque orar también es actuar. Y cuando unimos la oración con la acción, somos instrumentos de cambio —en la vida de un niño, de una niña, en una comunidad, en el mundo.